Descripción:
La Reforma de la Iglesia Carolingia no puede concebirse sin una restauración de la cultura y como consecuencia de la reproducción intensiva de textos romanos, todas las artes relacionadas con el mundo del libro fueron muy valoradas. De la ingente producción de volúmenes que aparecieron, una limitada porción de los mismos fue tratada como un verdadero objeto artístico. De este modo, tanto las encuadernaciones, realizadas en marfil y metales preciosos, como las pinturas de su interior hacen del libro carolingio y otoniano un verdadero objeto suntuario. Por lo general, las cubiertas están realizadas en marfil, técnica artística que había sido trabajada con profusión durante la Baja Antigüedad, principalmente para la ejecución de dípticos, que influyeron decisivamente en las tapas de los libros que tratamos. Ya desde finales del siglo IX había sido bastante reiterado el asunto de la Crucifixión de Cristo para ornar dichas cubiertas ebúrneas: el tema aparecía rodeado por alegorías de procedencia clásica, el sol y la luna en la parte superior y el mar y la tierra en la inferior.
La cubierta que nos ocupa sigue muy de cerca la tradición carolingia por su virtuosismo en el trabajo eborario, aunque el marco exterior realizado a base de piedras incrustadas y esmalte “cloisonné” denota la admiración y el respeto por la tradición secular bizantina. El marfil muestra un borde de acantos naturalistas, muy cuidadosamente trabajados, que sirve para enmarcar el rico conjunto en cuya zona superior, entre los bustos personificados de Helios y Selene surge la mano de Dios Padre entre las nubes. Más abajo pueden verse las dinámicas figuras de tres ángeles enviados por el padre, que sostienen paños en sus manos, aprestándose a recoger el alma de Jesucristo. El centro de la composición lo ocupa la Crucifixión, concebida de forma canónica: Jesús está clavado en la cruz y su costado izquierdo está siendo atravesado por la lanza de Longinos. Una figura, identificada por Goldschmidt con la Iglesia, recoge en un cáliz la sangre y el agua que mana a borbotones del costado de Cristo, según se expresa en el texto bíblico. En el lado contrario, Stephaton da de beber el vinagre a Cristo, sirviéndose de una esponja sostenida por una larga caña; a su lado se dispone San Juan, cubriéndose el rostro en actitud dolorosa. La ciudad de Jerusalén, efigiada como una mujer coronada con una torre y portando una bandera en su mano, entrega un disco redondo –la Tierra– al Emperador, entronizado en su palacio.
En el registro inferior tres personajes acuden al sepulcro, custodiado por cuatro soldados romanos –dormidos–, ya vacío. Un personaje alado, sentado en la piedra, les da razón de lo acontecido (“un ángel del Señor bajó del cielo y acercándose, removió la piedra y se sentó en ella” Mateo 28, 2). Debajo del sepulcro vemos cómo “muchos cuerpos de santos que dormían resucitaron” (Mateo 27, 52), como prefiguración del Juicio Final, motivo o subtema que ha sido tratado con un extraordinario sentido narrativo y de movimiento. Finalmente, cerrando la composición, en la zona baja del conjunto, aparece personificada la Roma pagana, con el pecho desnudo, y a ambos lados de ella, las personificaciones del Mar y la Tierra.
La personificación del mar –efigiado como Océano– está tomada, casi al pie de la letra, de sus modelos helenísticos, como se observa en su cabeza, espalda y brazos, de clásicas proporciones, en cambio, resulta sorprendente apreciar cómo su abultado abdomen (signo inequívoco del espíritu fecundante de la Tierra) y sus piernas, parecen un añadido carente del sentido de la proporción clásica. Este anciano adorna su cabeza con una corona rematada en potentes patas de cangrejo, a guisa de cuernos, de las que únicamente se ha conservado una. En su brazo izquierdo sostiene un cuerno repleto de plantas acuáticas, para aludir a la fertilidad y abundancia de sus dominios, mientras apoya el derecho en un cántaro del que mana una ondeante corriente acuosa (su propio caudal). La Tierra es una mujer representada con los senos descubiertos, uno de ellos succionado por una serpiente. Ostenta el característico cuerno de la abundancia y alza su cabeza para contemplar lo acontecido en lo alto.
La presencia del Sol y de la Luna en el patibulum de la cruz ha generado diversas teorías (Labrador y Medianero, 2004: 75-79). Las hipótesis más ortodoxas apuntan a significados simbólicos que aluden a las tinieblas que sobrevinieron tras la muerte de Cristo, descritas por tres de los evangelistas (Mateo, Marcos y Lucas), o bien se consideran veladas alusiones al alfa y el omega, al Antiguo y el Nuevo Testamento o a otras dualidades simbólicas. No obstante, la pervivencia de modelos clásicos en los arquetipos de los astros, encerrados en tondos, remite a la iconografía del sacrificio mitraico. En las imágenes de la tauroctonía, la presencia de la deidad solar, que ordena el sacrificio, es determinante en el contexto simbólico de la liturgia; por su parte, Selene completa el entorno cosmológico en el que se produce la escena. Este sentido cósmico, trascendental, de la inmolación mitraica es el que se transmite al divino sacrificio de Cristo a través de la iconografía de los astros; por otra parte, la popularidad de la liturgia solar durante los primeros siglos de nuestra era, propició la cristianización de ciertas festividades, como la denominada Dies Natalis Sol Invicto, celebrada el 25 de diciembre.
En esta bellísima cubierta del Libro de Perícopes de Enrique II, Helios y Selene están encerrados en dos clípeos vegetales que recuerdan los roleos de roca en los que se acomodaban los dioses para presenciar la tauroctonía. Ambas divinidades dirigen sus respectivos carros, a diferencia de los modelos mitraicos y de otros arquetipos cristianos posteriores que representan únicamente los bustos de Helios y de Selene, caracterizados por sus referencias astrales, los rayos solares y el creciente lunar. Helios dirige un carro tirado por cuatro caballos mientras sujeta firmemente las riendas con la mano izquierda y sostiene con la derecha una antorcha, atributo habitual del dios, incluso, en ciertas acuñaciones monetarias del siglo III d.C. Sobre su cabeza, nimbada, luce una corona de rayos solares. Selene, a la derecha del patibulum, también nimbada y tocada con un creciente lunar, alza su mano izquierda y sujeta con la mano derecha otra antorcha. La tipología curvada de esta tea, diferente de la que porta su hermano, recuerda la cornucopia propia de las imágenes Pantheas, alusiva a la identificación de Selene y la diosa Fortuna.
Helios dirige firmemente el empuje ascendente de sus caballos, para lo que el artista ha reinterpretado un arquetipo iconográfico clásico que aludía al amanecer. Selene, por su parte, parece desentenderse de las riendas; esta actitud, pausada, recuerda también la visión tranquila de la diosa en la iconografía que la figuraba a lomos de un caballo. Asimismo, en el caso concreto de esta bella portada, las referencias clásicas no sólo evocan modelos iconográficos sino que aluden también a referencias míticas y literarias. En este sentido, lejos de representar un paralelismo entre ambos astros, Selene no conduce una cuadriga impulsada por caballos, sino que dirige el carro tirado por los bueyes que Pan la regalase tras su encuentro amoroso (Virgilio, Geór. III, 390 y ss.). Esta crucifixión muestra, por tanto, una visión estrictamente astral de las dos divinidades, sin que el artista haya reinterpretado su papel en la cruenta escena representada, simulando lamentaciones u oscurecimientos de los astros; la ausencia de esta teatralización del papel de los dioses (Labrador y Medianero, 2004: 81) sugiere la inspiración estelar de esta inicial imaginería cristiana.